¿Un Papa reformista?
Me decía un amigo que el miércoles pasado, al saberse que Jorge Mario
Bergoglio era el nuevo Papa, alguien que había leído distintos resúmenes
biográficos preguntaba insistentemente en las redes sociales: “Total,
¿es de izquierda o de derecha?”
No resulta nada incoherente que un jesuita escape a los moldes
estrechos de una definición ideológica y desconcierte por sus aparentes
contradicciones: por algo los jesuitas, quizá la orden mejor formada
intelectualmente, se han ganado fama universal de espíritus disimulados.
Además, ha habido en América Latina jesuitas a los que se percibía como
de izquierda y jesuitas a los que se veía como parte del “establishment”
de la derecha (además de la compleja historia que une a la orden con el
continente). Pero lo cierto es que hay elementos para todos los gustos
que apuntan, en el Papa Francisco, a una personalidad y una historia más
ricas e interesantes de lo que la rápida información periodística ha
sugerido en estos días con respecto al ex arzobispo de Buenos Aires.
Las denuncias constantes por parte de Bergoglio contra el
kirchnerismo, a las que el gobierno argentino respondió con dureza y la
izquierda peronista con ferocidad a lo largo de años, parecerían
situarlo en la derecha política. Pero su discurso contra el poder, el
dinero y el privilegio en la Argentina de los Kirchner tenían un aire
más bien a hombre de izquierda: hubieran podido ser pronunciadas,
verbatim, por dirigentes del PT brasileño, por ejemplo. Su oposición al
matrimonio gay sancionado por el gobierno federal tras la ley del
Congreso lo sitúan en el conservadurismo. Pero su respaldo a las uniones
civiles decretadas por el intendente de Buenos Aires, Mauricio Macri,
algo que Morales Solá recordaba en “la Nación” esta semana, lo colocan
del otro lado: fue implacablemente atacado por la derecha católica por
eso mismo.
La actuación internacional de Bergoglio también combina elementos en
apariencia contradictorios. En la V Conferencia General del Episcopado
de América Latina y el Caribe, la gran concentración de obispos del
continente que tiene lugar cada cierto número de años, Bergoglio
forcejeó tenazmente con la derecha, especialmente el Opus Dei, que
quería dejar su huella en el documento final y debilitar la influencia
de otras corrientes. En última instancia, se impuso él, que controló ese
pronunciamiento como redactor principal. En este sentido, el nuevo Papa
parecería estar a la izquierda de la derecha extrema en el espectro
eclesiástico. Sin embargo, su defensa apasionada de la ortodoxia
doctrinal de la Iglesia, que le valió muchas críticas en su país,
especialmente en los cruces de espadas valóricos, lo sitúa en el
conservadurismo.
Las reacciones internacionales a su elección han reflejado esa
dualidad compleja que transmite el perfil público del hoy Papa
Francisco. El teólogo suizo de izquierda Hans Kung, un feroz y conocido
crítico de Benedicto XVI, celebró la elección de Bergoglio y comparó su
espíritu rebelde con el de Francisco de Asís, el hombre pugnaz que se
enfrentó a los cardenales que rodeaban a Inocencio III y el humilde que
dejó las riquezas de la familia de comerciantes en la que había nacido
para hacerse pobre. Pero la prensa de izquierda ha dado amplio espacio a
la denuncia proveniente de Argentina que habla de una complicidad de
Bergoglio con el secuestro de dos sacerdotes por parte del régimen
militar. Complicidad, dicho sea de paso, que muchos admiradores de
Bergoglio insospechables de tener debilidad por la junta militar niegan.
El propio Pérez Esquivel, Nobel de izquierda conocido por sus denuncias
contra la derecha argentina, incluyendo a la Iglesia, ha dicho que no
es justa la acusación y que Bergoglio no colaboró con la junta.
¿Qué es, pues, exactamente el nuevo Papa? Me atrevería a afirmar que
Francisco es un jesuita intelectual, pero un franciscano temperamental,
es decir un hombre que desconfía íntimamente del poder. Sus críticas más
interesantes contra el kirchnerismo no fueron las que se están
recordando en la prensa mundial, por ejemplo en relación con el
matrimonio gay, al que se opuso en su momento con claridad, sino las que
se referían al abuso de poder, el enriquecimiento fácil, la corrupción y
la estridencia prepotente. En ese sentido, desbordó al kirchnerismo por
su izquierda, no por su derecha, como cree cierta izquierda peronista.
Si se lee con atención el documento de la reunión continental de obispos
antes mencionada -que tuvo lugar en Aparecida, Brasil-, se observa una
crítica al neoliberalismo que tiene incluso algunas vagas resonancias de
la Teología de la Liberación (sin mencionar, por supuesto, esta
asociación, que puede no haber sido demasiado consciente).
Además de esto, Francisco es un conservador doctrinal, sí, pero,
quizá debido a su formación de jesuita, también un hombre en el que la
cultura atenúa el dogmatismo. Por eso, por ejemplo, apoyó las uniones
civiles de Macri, y por eso la derecha más extrema en Argentina nunca se
ha sentido del todo cómoda con él. Ha leído -y enseñado- demasiada
literatura para ser un espíritu exageradamente dogmático, como dice la
propaganda de sus otrora adversarios.
Un tercer elemento, crucial para entender bien qué hizo atractivo
para el Colegio Cardenalicio elegir a este hombre de 76 años después de
la renuncia de un Papa vencido por la edad, es su condición excéntrica.
Literalmente excéntrica: estuvo siempre, a diferencia de Leonardo
Sandri, el otro cardenal argentino del que se hablaba como posible
sucesor de Benedicto XVI, muy distante de la Curia. Distante física y
emocionalmente. En un momento en el que la Curia ha visto sus bonos caer
en picada por la sucesión de escándalos y las revelaciones -esas que
llevaron al propio Benedicto a recusarla crípticamente en las
declaraciones de despedida-, la condición marginal de Bergoglio es un
atributo. Lejos de Roma, este pastor de sandalias metafóricas que ha
preferido siempre la sencillez de la calle al boato de los palacios
arzobispales, este ciudadano de a pie que hecho su obra en las villas
miseria de su país, según dan fe innumerables testigos, puede ser,
parecen creer algunos cardenales, el que tenga la suficiente
independencia frente al poder concentrado en la Ciudad del Vaticano para
sacudir el árbol. Las expresiones duras de Bergoglio, en años
recientes, contra “la vanidad” que se ha apoderado de las máximas
esferas de la Iglesia apuntan a un espíritu reformista, a una rebeldía
desde abajo contra la descomposición en la cumbre.
Todo esto tiene implicaciones múltiples, en distintos lugares y de
distinta naturaleza, lo mismo espiritual que política e institucional.
¿Qué significa para América Latina en términos políticos, por lo pronto?
Implica un Papa que le disputa al populismo de izquierda el discurso de
la pobreza y la denuncia del statu quo, pero que lo hace desde una
posición que no puede confundirse con la extrema derecha, ni por
temperamento ni por antecedentes ni por ubicación en el espectro de la
propia Iglesia. Lo que no han conseguido ni la izquierda democrática,
que ha sido prudente en casa pero ha estado a la sombra del chavismo en
temas continentales, ni la derecha, que se siente intimidada a escala
regional y practica un cierto seguidismo, lo consigue quizá ahora
Francisco simbolizando una alternativa al populismo desde un discurso
socialcristiano.
Por otro lado, ¿qué auguran estos antecedentes para la propia Iglesia
latinoamericana? En cierta forma, nos hablan de una victoria del
centrismo tras las épicas pugnas entre la izquierda y la derecha
eclesiásticas en esta región del mundo. Después del Concilio Vaticano
II, hubo un auge de la izquierda, si podemos llamarla así estirando un
poco la liga, en la Iglesia del continente. El símbolo de eso fue la
Teología de la Liberación, por supuesto. Su gran momento vino en 1968,
cuando, convocada en un inicio por el obispo chileno Manuel Larraín con
ayuda del brasileño Helder Cámara, tuvo lugar la conferencia de obispos
latinoamericanos de Medellín. Bajo la inspiración del Concilio Vaticano
II, que había finalizado pocos años antes, los obispos hicieron en esa
conferencia continental una declaración con clara intencionalidad
política que partió a la Iglesia en dos. Argumentando que el
subdesarrollo conspiraba contra la paz y denunciando la injusticia
social como un elemento que conducía a la violencia, parecieron condonar
la lucha armada, o por lo menos la opción que tomaron muchos sacerdotes
por ella.
La reacción era inevitable y ella vio a la derecha de la Iglesia, con
el apoyo de Juan Pablo II a partir de su ascenso en 1978, enfrentarse a
la Teología de la Liberación. El cardenal Ratzinger, por cierto, fue el
punta de lanza de esa reacción desde la Congregación para la Doctrina
de la Fe. El resultado cristalizó en la conferencia de obispos
latinoamericanos de Puebla en 1979, en la que el cardenal colombiano
López Trujillo jugó un papel clave, en coordinación con el Vaticano.
Allí se denunció la “manipulación política” de las “comunidades
eclesiásticas de base”, un claro ataque a la izquierda eclesiástica.
Para la siguiente conferencia general de episcopados del continente, que
tuvo lugar en Santo Domingo en 1992, ya la izquierda “liberacionista”
estaba derrotada en la Iglesia aun cuando seguía siendo una presencia
real, por supuesto, en el continente. Había dejado, a pesar de su
derrota, una huella notoria. Aunque dijo que no era “exclusiva ni
excluyente”, el documento final habló de una “opción preferente por los
pobres”.
¿Qué tiene todo esto que ver con Bergoglio? Pues que el nuevo Papa
simboliza el escenario posliberacionista, en cierta forma, para decirlo
en lenguaje dialéctico hegeliano, la síntesis de la tesis izquierdista y
la antítesis derechista (Bergoglio preferiría hablar, más
sencillamente, de un regreso a la doctrina original). Es decir: desde la
derrota de la Teología de la Liberación, la división en la Iglesia no
ha sido tanto entre la izquierda y la derecha, sino entre la derecha
moderada o la centroderecha, por un lado, y una derecha pura y dura por
el otro. Bergoglio simboliza a la centroderecha en ese espectro, por así
decirlo. Otra forma de expresarlo, siempre en términos simplistamente
ideológicos, sería: el nuevo Papa está a la izquierda de la derecha. Por
eso aventuré, en una columna anterior a la fumata blanca del miércoles,
que, aunque Bergoglio sería un factor clave si el nuevo Papa era
latinoamericano, en su fuero interno el Papa que había renunciado,
Benedicto XVI, preferiría quizá a alguien como el hondureño Rodríguez
Maradiaga.
Por último, está la gran cuestión: ¿podemos esperar del Papa reformas
en Roma? Puedo equivocarme pero muchas cosas en este conservador
doctrinal que es temperamentalmente un franciscano, políticamente un
centrista y curricularmente un hombre de la periferia, excéntrico a la
Curia, apuntan a una mezcla de Juan XXIII en su diálogo con la
modernidad y de Juan Pablo II en su diálogo con la calle.
Dos cosas son urgentes en la Iglesia Católica hoy. Una tiene que ver
con esa noción difusa y multiforme que es la modernidad: ¿cómo
reconciliarse con ella, adaptarse a ella? La otra es el gobierno de la
Iglesia, el aparato político-administrativo que encierra la Curia. Lo
primero requiere algo mucho más ambicioso que unas cuantas homilías:
acaso un nuevo concilio modernizador como el que convocó Juan XXIII y
tuvo que terminar Pablo VI. Pero, por encima de todo, exige una actitud
del Pontífice. Pedirle que renuncie de golpe a todo lo que la Iglesia
cree no es realista ni serio. Pero pedirle que, con prudencia,
inteligencia y firmeza, vaya llevando de la mano a su institución hacia
una adecuación de ciertos dogmas que la hagan más libre, incluyente y
tolerante no sólo no es pedirle demasiado sino que es el grito de los
tiempos que corren. Lo segundo, reformar el gobierno, o sea la Curia,
requerirá también una actitud distinta, pero sobre todo independencia
frente a la gente que desde el primer instante rodeará al nuevo Papa. No
necesita Francisco ser un genio administrativo para lograrlo porque la
parte operativa la pueden ejecutar otros. Lo que necesita es tener muy
claro qué hay que reformar y a quiénes confiar la dimensión práctica.
Desde hace mucho tiempo, Argentina sólo produce titulares alrededor
del mundo por las malas razones. Qué bueno sería que, además de haberle
dado a su país un Papa, Bergoglio, hoy Francisco, acabe dándole también a
un gran reformista.
Cuando les dijo a los cardenales, poco después de ser electo, “que
Dios les perdone por lo que han hecho”, quizá Francisco estaba haciendo
algo más que una broma.
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