La derrota cultural K
Cómo el propio Gobierno demuestra en la gestión que la batalla por una sociedad justa era, más que nada, retórica.
Por Roberto Gargarella
No es lejano el recuerdo de cuando se hablaba de la
“batalla cultural”
ganada por el kirchnerismo. Apenas tres años después de aquel juicio
impactante, con la misma contundencia y el mismo apoyo empÃrico aquella
vez alegados,
podemos proclamar la noticia, en principio muy buena, de su derrota.
Necesito aclarar por qué digo que la noticia es “muy buena,” por qué
digo que es “contundente,” y por qué digo sólo “en principio”.
La noticia es muy buena porque, finalmente,
el kirchnerismo dejó claro que era más un obstáculo que un medio para alcanzar una sociedad más justa,
más igualitaria y sobre todo más fraterna. Luego del huracán de su paso
por diez años, los niveles de pobreza y desigualdad son dramáticos en
términos históricos, y con tendencia al empeoramiento (la diferencia de
ingresos entre el 20% superior y el 20% inferior era de 7,36 en 1961,
10,24 en 1986, 12,28 en 2009, y en grave declive desde entonces, si las
simuladas cifras oficiales nos permitieran confirmarlo); todos los
servicios públicos básicos aparecen abandonados; y los lazos sociales se
han corroÃdo hasta los niveles de horror que comprobamos durante los
últimos saqueos: vecindarios armados contra un “enemigo interno”, nacido
y criado en su propio vientre.
La noticia es contundente porque hoy ya no es necesario hacer
esfuerzos de “desenmascaramiento”. Para cualquiera –salvo para el núcleo
duro de su militancia–
el kirchnerismo es, más que la contracara, la caricatura de los ideales que alguna vez predicó.
Años atrás, cualquiera podÃa entender de qué hablaba el kirchnerismo
cuando sacaba el pecho y contraponÃa el intervencionismo estatal (con el
que se identificaba) al neoliberalismo menemista (al que repudiaba con
el fanático fervor de los conversos). Hoy, en cambio, el kirchnerismo
representa la falta de luz en verano, ante los primeros calores; la
falta de gas en invierno, ante los primeros frÃos; tarifas subsidiadas
para los ricos y caras para los más pobres; una red de transporte que
nos condena al sufrimiento, con trenes que luego de la masacre siguen
rodando salvajes, amenazantes: un insulto que se graba dÃa a dÃa sobre
la piel de un pueblo cansado. Pese a la retórica estatista, fue el
kirchnerismo el que obligó a ese pueblo a recurrir al abuso de los
proveedores privados. En manos privadas hubo que recalar para proveerse
de los bienes dignos que antes garantizaba un Estado bueno: primero
salud y educación, luego transporte y seguridad, enseguida el agua
porque bajaba sucia, y –la novedad de estos dÃas– generadores de
electricidad particulares.
Años atrás, hablar de las continuidades existentes entre menemismo y
kirchnerismo resultaba una provocación que corrÃa en desventaja, una
injuria que debÃa demostrarse ante interlocutores impávidos. Hoy, esa
continuidad es demasiado obvia como para ser demostrada. No sólo porque
el elenco es casi el mismo (repásese la lista de los principales
legisladores, gobernadores, intendentes), sino, sobre todo, porque la
estructura económica y social del paÃs no difiere mucho de la que
entonces predominaba: la economÃa está tan concentrada y más
extranjerizada que durante el menemismo; el paÃs quedó maniatado a la
voluntad de los Repsol, los Chevron, las compañÃas mineras contaminantes
y los empresarios del juego. Es decir,
seguimos dependiendo de
las decisiones de un puñado de empresarios ricos, envueltos en negocios
sucios, y aplaudidos por la misma farándula excitada de los años idos.
Carcomida la retórica K sobre el Estado, la de los derechos humanos
pasó a ser la última frontera de su legado. La debacle en la materia fue
brutal: medidas y nombramientos sucedidos uno tras otro, sin respiro,
sin compensación y sin matices: la ley antiterrorista, aprobada –para no
dejar dudas– como primera ley del cristinismo. Enseguida llegaron el
espionaje sobre militantes sociales (Proyecto X), organizado por el
Ministerio de Seguridad; el uso de las fuerzas armadas para resolución
de conflictos internos; los nombramientos de
Sergio Berni en el Ministerio de Seguridad,
César Milani al frente de la Inteligencia,
Alejandro Granados en
la Seguridad de la Provincia, Alejandro Marambio en el Servicio
Penitenciario. No eran errores ni excesos, sino una polÃtica
consistente, rotunda y sin fisuras, que se coronó dÃas atrás con
Hebe de Bonafini abrazada a Milani, nuevo jefe del Ejército, y un coro de partidarios celosos balbuceando tonterÃas.
Los hechos señalados sólo ilustran el fin de la fábula. Dejo
constancia de que hasta aquà no mencioné siquiera a la corrupción; no he
dicho nada sobre los diez años de mentiras del Indec; nada del
hiper-presidencialismo; nada sobre la hostilidad con los campesinos e
indÃgenas; nada sobre el modo en que desalientan, ridiculizan y atacan a
la participación popular, a las ONG, a los grupos ambientalistas; nada
sobre el modelo extractivista, clientelista y consumista de desarrollo.
No es necesario hacer más esfuerzos argumentativos. Quien no quiera
convencerse no será convencido por nadie, pero ya no es necesario
convencer a más gente. (Hasta hace poco, muchos veÃan estos problemas,
pero los balanceaban diciendo que el peronismo era liderazgo, la única
garantÃa de gobernabilidad en un paÃs desbocado. Pero luego de meses de
una presidenta ausente, con pánico de contaminar su investidura con
algún problema; luego de saqueos que recorrieron el paÃs en medio de la
falta de luz, gas, agua, trenes, policÃa, es difÃcil seguir
repitiéndolo. El peronismo no garantiza la gobernabilidad, y es parte
fundamental de los problemas que la ponen en crisis).
El kirchnerismo perdió la batalla cultural, pero el problema es que
el mal contra el que peleamos lo trasciende largamente. De allà que la
buena nueva de su derrota sea buena sólo “en principio.”
Las
bases de la desigualdad estructural, que el kirchnerismo consolidó como
nadie, nacieron antes que él, y seguirán luego de su duelo. Resolver
la desigualdad no requiere sólo medidas que no se toman, sobre una
estructura de miseria sólida e intacta, sino disposiciones morales y
actitudes sociales –un ethos extendido– que hace años quedaron
exhaustas. Por eso la derrota del kirchnerismo no significa victoria. La
disputa por una sociedad justa, igualitaria, fraterna la venimos
perdiendo desde hace años.
(*) El autor es Doctor en Derecho.
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