Infancia a la intemperie
Por Silvia Fesquet / Editora Jefa de Clarín
22/11/13
Estaba ya en la caja del supermercado, y a punto de pagar,
cuando una vocecita me obligó a darme vuelta. No alcanzaba a levantar un
metro del suelo, tenía el pelo muy ondulado atado en una colita, unos
enormes ojos marrones y una de esas miradas que no se olvidan. Lo que me
desarmó fue su pedido: “Doña, doña, ¿ no me compra algo para comer?”
Todavía conmovida, no tanto por la demanda -algo tan familiar desde hace
tiempo, lamentablemente- cuanto por el objeto de ella, comida, grande
fue mi sorpresa cuando, después de contestarle que sí, y preguntarle qué
era lo que le gustaría que le comprara me contestó “un yogur”. De toda
la infinita variedad de productos con los que cualquier criatura puede
tentarse en un supermercado, desde galletitas hasta alfajores, pasando
por caramelos, chocolates, y todas las golosinas imaginables-,ella, (¿6,
7 años?) había elegido un yogur. Ese alimento recomendado por médicos y
nutricionistas, y tantas veces rechazado por chicos hastiados de todo
lo demás, que saben que con abrir la heladera basta para encontrar no
uno sino un montón de esos envases, de distintos sabores, con y sin
cereales, con o sin vitaminas, minerales, lactobacilos y nutrientes de
todo tipo y factor, era el objeto de deseo de una nena que se había
animado a encararme.
Cuando alguien pide comida, es porque tiene
hambre. Así de claro, así de duro. Recordé entonces aquello de “los
niños ricos que tienen tristeza”, la “década ganada”, y los 6 pesos
diarios con que según el INDEC se come (el yogur solo costó bastante
más, cabe aclarar)... Lo que más recordé, sin embargo, fue ese verso de
Erik Satié que dice: “ Nunca llueve en Honfleur, pero a veces llueve
sobre la infancia”.
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