Política Artística
Recuerdo cuándo fue que comprendí la
diferencia real entre una obra de arte y un espectáculo. Tenía alrededor
de veinte años y, una noche cualquiera de una semana común y corriente,
vi Cinema Paradiso. Sólo, aburrido y sin ganas de nada, disfruté de un
film que algunos extraterrestres han vilipendiado por demagogo. Podría
haberse tratado de una película más, sin embargo me tocó alguna fibra:
Yo, que no había lagrimeado ni con el asesinato de la mamá de Bambi, me
encontré moqueando sin entender bien por qué. Y la culpable fue la puta
escena final de una cinta de 35 milímetros, primera obra de un tipo al
que no junaba nadie y protagonizada por actores que nunca había visto.
La odié. Juro que la odié por haber quebrado mi récord berreta de macho mal entendido. Odié a Alfredo, odié a Totó, odié a Elena y al forro de su padre. Odié a Tornatore por haberla escrito y por haberla dirigido sin que nadie lo conozca, sin que nadie supiera que ese tipo podía hacer algo que removiera las telarañas que bloqueaban cualquier posibilidad de empatía, sin que nadie me avisara cuando accedí a ese juego de engañador y engañado al que nos prestamos a la hora de pagar por un boleto de cine.
En aquellos años en los que me encontraba
ajeno a problemas reales, tenía el suficiente tiempo al pedo como para
discutir sobre artistas. Desperdiciaba horas en debates improductivos
bancando la genialidad masificada de García, frente a la genialidad
abstracta y, por consiguiente, sólo para entendidos de Spinetta. Por mí,
podría haberse declarado la tercera guerra mundial si con ella se
hubiera establecido que garpaba más la sencillez de relojería de Richard
Wright frente al virtuosismo sobrador de Rick Wakeman, Ojo, aclaro que
peleaba por artistas, no por el arte. El arte no se discute, se aprecia,
se desprecia, se ama, se odia, pero no se discute. Porque no se puede
discutir lo que salió de las entrañas.
A pesar de haber sido un pibe bastante
politizado, las opiniones de los artistas que apreciaba nunca me
afectaron para mal. Para llegar a esto, partía de una base fundamental:
al artista le pago por lo que produce, consumo su magia, disfruto su
arte. Sus opiniones políticas las dejaba siempre en un segundo plano
respecto de su rol fundamental. Si hubiera tenido que descartar artistas
por ideologías distintas a la mía, me habría perdido las mejores
poesías hechas canción, los mejores discos, los mejores cuadros, las
mejores esculturas, las mejores películas.
Se me ocurre que el mayor punto a favor
radicaba en que todos tenían sus opiniones políticas pero -algunos más,
otros menos- las pronunciaban cuando les parecía correcto y ante el
público que los seguía, o si les era preguntado. Hoy debo tolerar que
cualquier adolescente tardío se de cuenta que cuando era pibe no salió a
apoyar ni a enfrentar a Galtieri, como tampoco salió a defender ni a
protestar contra Alfonsín, y en medio de su ataque de culpa histórica,
venga a meterse en el living de mi casa, para saltar y gritarme en la
cara que se siente orgulloso de ser kirchnerista. Y por si fuera poco,
la orgullosa muestra de su orgullo orgulloso la pagué yo, al igual que
todos ustedes, al igual que el croto de la esquina, con nuestra guita.
El arte ya no se discute, pero tampoco se discute al artista. Como todo en estos años, el debate pasa por si estás a favor o en contra del gobierno. Los mismos tipos que en los noventa puteaban al gobierno del Partido Justicialista, hoy nos tildan de gorilas por no apoyar al gobierno del Partido Justicialista. Y si quedara en la mesa de sus livings, o en las charlas de bar con sus amigos, o en un reportaje, o en un twitt leído por quien quiere leerlo, no pasaría nada, no sería cuestionable. Pero me invaden, me provocan, se meten en mi casa un domingo a la tarde, en pleno Día de la Madre, para decirme que Néstor nos vino a proponer un sueño.
Ese video que nos encajaron de prepo
consta de la presencia de varios artistas y numerosos ignotos que, en
una secuencia de imágenes, repiten frases del discurso que dio Néstor
Kirchner ante la Asamblea Legislativa el 25 de mayo de 2003, o sea,
cuando inició su mandato. La memoria les falló un poco al momento de
elegir algunas frases de aquella exposición de cinco mil setecientas
palabras, algo que hizo que el homenaje quede a medio camino.
Desde el vamos, Néstor arrancó con el
pedido de unidad, al referir que en los países civilizados, los
adversarios discuten sin discursos individuales de oposición. Por si no
quedaba claro, remarcó que la historia estaba plagada de fracasos por
culpa del enfrentamiento de los argentinos entre sí y que se debía dar
la vuelta a esa página para tener futuro. No entiendo por qué obviaron
este pensamiento de Néstor, cuando en los últimos tiempos se hizo moneda
corriente el buen trato y respeto por quien no comulga con el
kirchnerismo y hasta nos pusieron el apodo de un animalito simpatico,
grandote y peludo.
Luego, el expresidente disparó una frase
que sí aparece en el video, al remarcar que en Argentina se venía un
cambio cultural, algo que realmente llevaron a cabo con resultados tan
palpables que ya no nos asusta ver a un pibe mangueando en el subte en
horario escolar, ni tampoco nos sorprendemos al tropezarmos con algún
bulto humano en plena vereda, ni nos llama la atención que un amigo nos
cuente que acaban de chorearle hasta las medias. Para enfatizarlo,
Néstor y su coro de actores repiten que “cambio es el nombre del
futuro”, algo que con el dólar a diez mangos, es imposible negar.
En su discurso, don Kirchner también remarcó que la política no puede reducirse a los resultados electorales, algo que por suerte no volvió a suceder nunca, ni siquiera con el canto gregoriano “Somos el 54%” que supo interrumpir cualquier intercambio de ideas. La Comisión de Homenajes con mayor presupuesto de la historia se salteó, también, la parte en la que Néstor pedía “capitalismo nacional sin cerrarse al mundo”, como también se les pasó lo de no permitir un “Estado omnipresente y aplastante de la actividad privada”.
Aún no entiendo qué pasó, pero también se
olvidaron del pasaje en el que el expresi prometía el “progreso social
basado en el esfuerzo individual”. Se les debe haber caído en el mismo
lugar donde dejaron la promesa de proteger los derechos de los
jubilados, de los usuarios y de los consumidores. Si le meten garra,
capaz que también encuentran eso de que “la lucha contra la corrupción y
la impunidad será implacable” y lo de “fortalecer las instituciones
sobre la base de eliminar toda posible sospecha sobre ellas”, porque
“gobernabilidad no es ni puede ser sinónimo de impunidad”.
Si se ponen a buscar las frases perdidas,
van a encontrar que “traje a rayas para los evasores” se encuentra a la
vuelta de “recuperar la capacidad de ahorro”, a pasitos de “garantizar
la estabilidad de los precios”. Y si toman por ”avance de la calidad
institucional en el marco de una economía seria y creíble”, después de
unos metros podrán encontrar “atrás quedó el tiempo de los líderes
predestinados, los fundamentalistas, los mesiánicos”. Ahí, recién ahí,
retomarán el camino del video con “no pienso dejar mis convicciones en
la puerta de la Casa Rosada”, algo absolutamente comprobable si vemos la
continuidad de la tasa de crecimiento patrimonial de sus tiempos de
gobernador de Santa Cruz.
A pesar de todo, la propuesta de “reconstruir nuestra identidad como pueblo”, puede prestarse al reconocimiento. Nadie pensó que resultaría tan barato negar con discurso el sopapo de los hechos. Muy pocos imaginaron el dolor de ver a grandes personas, respetadas por sus historias y luchas, caer en el ridículo de bancar al poder, incluso cuando atenta contra sus propias convicciones. Ninguno pensó que alguien podría lograr el descreimiento hacia los personajes intocables. Y pasó. De un modo económico, casi de liquidación de stock, baratísimo, lograron convencernos de que nosotros somos y seremos una sociedad en conflicto permanente, que no podemos crecer por nuestra cuenta porque el cuco nos quitará lo invertido, que necesitamos de caudillos que puedan protegernos de lo que ellos mismos han generado. Nos reconciliaron con nuestro pasado. Nos devolvieron esa identidad que habíamos perdido.
Pocas veces resultó tan fácil
convencernos de que consumo indiscriminado es progreso, que ahorro es
egoísmo, que putear al chorro es desalmado, que criticar al gobierno es
vendepatria, que pensar distinto es ser enemigo. Debemos reconocer que
todo el gastadero de guita en propaganda oficialista, nos resultó
barato, porque el resultado está a la vista. Nos lo creímos, somos esto.
Un actor celebra con el espectador un
contrato tan ficticio como la obra que presenta. Con nuestro permiso, el
actor nos engaña al comportarse como quien no es, el espectador se deja
engañar al saber el truco y aceptarlo. Los grandes actores son quienes
logran engañarnos tan, pero tan bien que llegamos a creer que estamos
viendo la realidad, no que son actores de una ficción. Quizás es por eso
que algunos artistas aún los bancan: es admiración laboral.
Tal vez sea un pelotudo utópico, pero aún
sostengo que involucrarse en política no es una obligación, ni moral,
ni legal, ni divina. No tengo que estudiar derecho para que mi abogado
deje de cagarme, simplemente tengo que cambiar de abogado. Crecí en un
país donde los artistas decían lo que tenían que decir con su arte y
donde sus declaraciones personales contrarias al gobierno podían
provocarles la caída del peso del Estado. Sinceramente, no entiendo cómo
pueden hacerse tanto los boludos con los colegas que la pasan mal por
culpa de ese gobierno al que defienden.
Todavía tengo ganas de creer en un mundo
en el que los políticos se dedican a lo suyo, donde los policías y los
ladrones están bien diferenciados, donde los periodistas ejercen el
periodismo, donde los rebeldes cuestionan al poder y donde los artistas
son esos tipos raros que nos prestan esa cámara de gravedad cero donde
la mochila de la realidad deja de pesar tanto.
Lunes. Pasan los años, pasan los gobiernos, los radicales y los peronistas, pasan veranos, pasan inviernos, quedan los artistas.
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