Devenido “cristinismo” por razones de fuerza mayor, el
kirchnerismo arrancó su tercer mandato con una ventaja inicial y una
fuerte promesa. La ventaja estaba ligada al aplastante 54% de los votos
en favor de la Presidenta, que dejó a la oposición en estado de shock
por un buen tiempo; la promesa aludía a la “profundización del modelo” y
la “sintonía fina”, consignas que atravesaron la corta campaña
electoral, mediante las cuales el kirchnerismo esperaba dar respuesta a
aquello que algunos consideraban como “asignaturas pendientes” o
“costados débiles” del modelo.
En vista de esta situación, y más allá de la crisis internacional o
del aumento creciente de la inflación, Cristina Fernández de Kirchner
comenzó su segundo mandato con gran capital político y simbólico. Por un
lado, había demostrado capacidad para superar la adversidad, dejando
atrás la crisis política de 2008/2009, gracias a una combinación de
crecimiento económico con políticas públicas acertadas, como la
asignación universal por hijo, la Ley de Matrimonio Igualitario o la
propia Ley de Medios Audiovisuales. Por otro lado, todo parecía indicar
que, por esas vueltas de la historia, luego de la muerte de Néstor
Kirchner, la reducción y simplificación del espacio político (los
esquemas binarios) habían terminado por beneficiar al oficialismo,
ensanchando las espaldas del proyecto, con ingentes votos provenientes
de las clases medias urbanas, y ello, al compás de una voraz militancia
juvenil, también procedente de los sectores medios.
A nadie parecía preocuparle gran cosa que, gracias a esa combinación
típica de pragmatismo ideológico y estrategia adaptativa propia del
peronismo, hubiera tantos hombres en el gobierno que en los 90 habían
sido fervorosamente neoliberales (entre ellos, el propio vicepresidente
ungido). Tampoco preocupaba demasiado que, al interior de las alianzas,
la dosis de progresismo fuera escasa, ya que hasta gobernadores como
Gioja, Insfrán o Beder Herrera, que conocen a fondo el peronismo aunque
entienden poco de gramáticas emancipatorias, terminaron siendo
refrendados por los votos. No hubo sorpresas: los argentinos votaron de
manera conservadora por lo ya conocido, confirmando la continuidad, más
allá de las identidades políticas, como sucedió incluso en la Ciudad de
Buenos Aires.
Transcurrido un año del segundo mandato de la Presidenta, el balance
es inquietante. En primer lugar, profundización hubo, ciertamente, pero
en vez de “profundizar” el modelo en un sentido democrático e inclusivo,
lo que se observa es exactamente lo opuesto. Así, el segundo mandato
arrancó con la sanción de la ley antiterrorista, votada por el conjunto
de las fuerzas del oficialismo, y aunque el Gobierno negó la posibilidad
de aplicarla sobre la protesta social tanto como la existencia del
Proyecto X (el plan de inteligencia y espionaje montado contra
militantes y organizaciones sociales), el caso es que 2012 conoció un
aumento de la represión y criminalización de la protesta. El colmo lo
marcó el secretario de Seguridad, Sergio Berni, quien no vaciló en
llevar detenidos a sesenta manifestantes hasta Campo de Mayo, aunque el
premio mayor lo obtuvo la provincia de Catamarca: siete represiones en
un año, ligadas a la megaminería, de las cuales el Gobierno nacional no
habló ni se responsabilizó de ningún modo.
En el marco de puebladas y fuertes resistencias en las provincias, en
2012 el Gobierno nacional blanqueó su alianza estratégica con las
grandes corporaciones mineras, al tiempo que “profundizó” su alianza
privilegiada con Monsanto, al autorizar la construcción de dos plantas
experimentales en Córdoba y avanzar con una nueva ley de semillas en el
Congreso Nacional, que va en el sentido de la mercantilización. Incluso
la ansiada recuperación de YPF comenzó a realizarse en clave de
asociación con las grandes empresas extranjeras, y su reestructuración,
lejos de promover la diversificación de la matriz energética, apunta a
la explotación del gas no convencional (shale gas), prohibido en varios
países (Francia, Bulgaria, varios estados de Estados Unidos),
pretendiendo avanzar con una tecnología (la fracturación hidráulica) tan
cuestionada como la megaminería por sus efectos ambientales. Así, de
diversos modos, el Gobierno apostó claramente a la profundización del
modelo extractivista, con las consecuencias que eso conlleva (represión,
criminalización y judicialización, destrucción de territorios, pérdida
de soberanía, entre otros).
Por otro lado, la masacre de Once terminó por desnudar las
continuidades con el modelo neoliberal, mostrando que este hecho, que
costó la vida a 51 ciudadanos, no fue una contingencia más; que existen
formas de la precarización que están directamente vinculadas a la
relación que el gobierno actual mantiene con empresas privadas, cuyas
ganancias se asientan sobre millonarios subsidios que pagamos todos los
argentinos.
En segundo lugar, parte de la ventaja inicial con la que contaba el
Gobierno tuvo su efecto boomerang. Como reza una vieja frase, “si el
poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Sentado sobre
el 54% de los votos, este gobierno terminó por confundir legitimidad
electoral con licencia social, creyendo que la obtención de la mayoría
significaba un cheque en blanco.
En este orden, la “profundización del modelo” se tradujo por la
imposición de lo que algunos llaman el presidencialismo absoluto. Sin
embargo, esta mayor concentración del poder presidencial, de la mano de
una democracia delegativa, conllevó una contracción y resquebrajamiento
de las alianzas sociales: ciertamente, desde la ruptura con el
sindicalismo empresarial plebeyo que representa Moyano, y la posterior
articulación entre diferentes corrientes del sindicalismo (con el paro
del 20N), hasta el (re)quiebre con amplios sectores de las clases
medias, ilustrado por las masivas movilizaciones del 13S y el 8N, el
caso es que el Gobierno tiene las espaldas visiblemente más estrechas
que hace un año. Asimismo, la consolidación de un modelo extremo de
presidencialismo acrecentó el conflicto entre poderes, a partir del
avance del Poder Ejecutivo sobre la Justicia, cuya escalada se ha hecho
notoria en los últimos días.
Todo este panorama muestra que, más allá de las dificultades para
salir de la trampa de los esquemas binarios que hoy prevalecen en
Argentina, y que muchos reducen al enfrentamiento entre el multimedios
Clarín y el Gobierno nacional, el país tiene numerosos problemas
sociales, políticos, institucionales –por no hablar de los económicos–,
que desbordan claramente dicha oposición.
En suma, la Argentina sigue siendo un país imprevisible, de mucho vértigo político. Sin pretender que se trate de un rayo en un día de sol, el caso es que estamos atravesando un momento de “profundización del modelo” en el cual gran parte de las demandas de democratización –se expresen en marchas masivas, protestas sociales o reclamos de autonomía de otros poderes– terminan por ser descalificadas, bastardeadas o neutralizadas, en nombre de una democracia sustentada en el presidencialismo absoluto.
*Socióloga y escritora, miembro de Plataforma 2012.En suma, la Argentina sigue siendo un país imprevisible, de mucho vértigo político. Sin pretender que se trate de un rayo en un día de sol, el caso es que estamos atravesando un momento de “profundización del modelo” en el cual gran parte de las demandas de democratización –se expresen en marchas masivas, protestas sociales o reclamos de autonomía de otros poderes– terminan por ser descalificadas, bastardeadas o neutralizadas, en nombre de una democracia sustentada en el presidencialismo absoluto.
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