“Donde no hay justicia es peligroso tener razón” Por Susana Viau


“Donde no hay justicia es peligroso tener razón”
Por Susana Viau

16/02/13
Hay una novedad que el kirchnerismo ha introducido en los últimos días y no es por cierto irrelevante: por primera vez se pronuncia públicamente sobre una cuestión que hace a su política internacional, con los ojos y los intereses puestos en el exterior. Hasta ahora, los atriles y los foros “all’estero” fueron simples escenarios montados para reforzar sus posturas groseramente domésticas, para recalentar un microclima patriótico o para ataviarse con un perfil ideológico del que carecía. Aquella primera intervención de Néstor Kirchner en la Asamblea General de la ONU, donde a cuento de nada hizo profesión de fe de su condición filial de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, fue una prueba de ello.
Jueguitos para la tribuna local.
El memorándum suscripto con la República Islámica de Irán y cuyos primeros tanteos se celebraron hace dos años en Nueva York, viene a descorrer el velo y mostrar que el proceso no ha dejado de estar donde siempre estuvo desde la consumación de la tragedia, bajo el gobierno de Carlos Menem y luego bajo el de quienes lo sucedieron: el de los intereses sectoriales, titiriteros de los jueces y fiscales en los que recayó el caso.
La justicia era lo de menos.
Y debía ser un poeta el que lo dijera, Francisco de Quevedo: “Donde no hay justicia es peligroso tener razón”.
El ex juez Juan José Galeano reportaba en línea directa con la jefatura del Estado. Pruebas al canto: tras su viaje a Venezuela para interrogar a un testigo protegido y supuesto soplón de la inteligencia iraní, Manoucher Moatamer, el juez aterrizó en Ezeiza y se dirigió a Olivos con las cassettes de la conversación. Como en la vieja serie La dimensión Desconocida , Galeano no pudo controlar la vertical ni la horizontal de un grabador que parecía embrujado. No eran superpoderes: en un ángulo de la sala, y mientras Menem se preocupaba por saber si Daniel Passarella iba a ser el nuevo técnico de la Selección, el brigadier Andrés Antonietti jugueteaba con el control remoto.
El despacho de Galeano se había convertido en una bolsa de trabajo de familiares de empleados de la SIDE. Su esposa trabajaba como secretaria de los fiscales de la causa Eamon Mullen y José Barbaccia; la mujer de Barbaccia, en Sector Exterior de la SIDE; el abogado de la Amia Luis Dobniewski había mantenido relaciones con el padre del desarmador José Luis Telleldín; el camarista de la causa Alfredo Cortellezzi se retiró para trabajar en el despacho de Dobniewski; Dobniewski intentó comprar la casa que la mujer del jefe narco César Escobar Gaviria tenía en un country de Pilar y para ello utilizó las habilidades inmobiliarias del abogado de Telleldín, Víctor Stinfale; la secretaria del juzgado de Galeano Ana Sverdlick dejó su puesto para asociarse con la abogada de Rubén Beraja, titular de AMIA, Marta Nercellas; llegaron al juzgado de Galeano como Meritorios una familiar directa del número 8 de la SIDE, el almirante Juan Carlos Anchézar, y un hijo de Juan Carlos Lavié, jefe de la OJOTA –de los pinchazos telefónicos–; un hijo de Jorge “Cochi” Lucas, concuñado de Hugo Anzorreguy, jefe de la contrainteligencia y propietario de La Robla y de La Diosa. Además, se agregaba un pariente del ex juez José Allevato, contact man con la justicia y administrador de la “cadena de la felicidad” que llegaba puntualmente a los bolsillos de algunos magistrados y de ciertos periodistas que defendían a pie juntillas las actuaciones de Galeano. Como si esto fuera poco, un hijo de Carlos Soria, a la sazón presidente de la bicameral de la causa AMIA y después secretario de la SIDE, había conseguido un contratito. También había obtenido un lugar al sol del despacho de Galeano una hija del comisario que firmó el retiro de las cassettes, Jorge “el Fino” Palacios.
Con todo y con eso, Galeano interrumpió con un escrito el allanamiento dispuesto por el juez de instrucción Mariano Bergés a la SIDE: Bergés tenía pruebas de que escuchas ordenadas en una causa y para las que necesitaba un traductor especial habían aparecido en un expediente del inefable Norberto Oyarbide. Para evitarlo, Galeano convocó a una sesión secreta de la Bicameral que, con la casi unanimidad de sus miembros, acabó siendo una convalidación de sí mismo. Ese año 1996 terminó con una fiesta de confraternidad entre el juzgado de Galeano y la SIDE en un restaurante de la avenida Álvarez Thomas. La DAIA y la AMIA dieron su apoyo a Galeano y la AMIA dejó constancia por escrito de su oposición a revelar la identidad del traductor encubierto.
Allí, en esas tramas negras, había quedado instalada, y consolidada, la “pista iraní”. La “pista siria”, que hablaba de la ruptura del compromiso contraído por el candidato Menem, de fondos de campaña a cambio de un reactor nuclear, nunca fue investigada. Tampoco fue atendida la versión que provenía de los militantes del Partido Baas, que habían trabajado junto a Amira Yoma por la llegada de su cuñado a la jefatura del Estado y sostenían que el atentado no era producto de una venganza de ninguno de los estados mencionados. Verdaderas o falsas, delirantes o verosímiles, triviales o trascendentes, ninguna debió haber quedado fuera de la investigación vergonzosa en un proceso vergonzoso.
Pero la “pista iraní” satisfacía las aspiraciones de Estados Unidos y de Israel. En ese punto, coincidían con Carlos Menem, quien pagaba cualquier cosa para sacarse del cuello la responsabilidad. Mucho más si ese movimiento lo encontraba ubicado en el mismo campo de quienes, por su participación en la primera Guerra del Golfo, habían declarado a la Argentina, antes del ataque dinamitero, “aliado extra OTAN”.
Todos los que hasta allí habían llevado adelante el expediente, como era natural, terminaron en el oprobio y sentados ellos mismos ante un tribunal. Pero el fiscal Alberto Nisman, que reemplazó a Mullen y Barbaccia, mantuvo lo sustancial: la “pista iraní”. Su ex esposa, la jueza Sandra Arroyo Salgado, tendría asimismo –según dicen– fuertes lazos con la Secretaría de Inteligencia.
En los nueve años de kirchnerismo, la Presidencia no dudó. Primero exigió a Irán que cumpliera con el pedido de la justicia argentina y obligara a declarar a los presuntos implicados. Después ofreció la tesis de Rafael Bielsa quien, basándose en la “doctrina Lockerbie”, postulaba como escenario del juicio un tercer país. La sangrienta masacre de la calle Pasteur había sido declarada crimen de lesa humanidad, porque su autoría intelectual se atribuía a un Estado, el estado iraní.
Argentina comprometía en el esclarecimiento de los hechos su honorabilidad y lo hacía una cuestión de Estado. Para eso, aseguró Cristina Fernández, le hacía falta algo más que el respaldo de su propio partido: precisaba del consenso de los familiares de las víctimas y de la oposición. El memorándum que envía al Congreso borra con el codo lo que, ante Naciones Unidas, escribió con la mano: el escenario no será un tercer país sino aquel que en un juicio dudoso fue señalado como autor intelectual del atentado; con la oposición de las entidades judías, de buena parte de los familiares y de los partidos políticos, aplicará el rodillo de su abrumadora mayoría parlamentaria. ¿Qué se oculta detrás de esta decisión que merece el repudio de la opinión pública y que, aún en vísperas electorales, está dispuesta a llevar adelante contra viento y marea?
La de la AMIA es una historia trágica por las vidas que costó y por la liviandad con que fue tratada. Una única figura ha clamado desde un principio en el desierto. Es una mujer.
“¿Quién es ésta?”, se preguntó el canciller. Si el tema le hubiera interesado, habría sabido que esa mujer se llama Laura Ginsberg y en solitario trata de sacar a los 85 cadáveres de la Asociación Mutual Israelita Argentina, entre los que estaba su marido, de este “punto final” del memorándum-tratado.
Quevedo lo habría dicho de otra manera, más poética, pero no menos precisa: se trata de no dejarlos caer “en la jurisdicción del olvido”.

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